por Dra. Carolina Aguilar Arias, Psiquiatra Infantojuvenil
En relación a la reforma educacional mucho se ha escuchado decir respecto de organismos técnicos de educación, políticos e incluso economistas, pero poco se ha escuchado a los que trabajamos día a día con la salud mental de los niños y sus familias. Se ha hablado mucho respecto a aumentar la cobertura preescolar, de aumentar la jornada escolar y de posibilitar que el sesgo de acceso a la educación no sea la capacidad de pago de los padres. Desgraciadamente hemos escuchado poco de cambios en la malla educativa que se imparte en los colegios, donde la prioridad es el rendimiento académico (considerándose como la capacidad de acumular la mayor cantidad de información) medido a través de pruebas como el Simce, que sólo evalúa adquisición de contenidos. Poco se ha hablado de fomentar la capacidad de reflexión en nuestros niños, de fomentar el desarrollo de habilidades blandas como la capacidad de trabajar en equipo, de comunicación y de otras habilidades sociales. Tampoco se ha dado espacio al juego, habilidad fundamental e innata de nuestros niños, que les permite adquirir habilidades que como adultos necesitarán, de mantener viva la creatividad y de explorar el mundo de una manera intuitiva y adaptada a cada nivel de desarrollo. Se ha dado poco espacio al juego como una herramienta fundamental en el aprendizaje de nuestros niños y creo que es una de las razones de por qué nuestro sistema educativo es anacrónico e inadaptado a la realidad de los niños de hoy.
Con el sistema actual, nuestros niños no tienen tiempo para jugar, considerando que la jornada escolar completa se ha utilizado para aumentar la jornada de estudio y que muchas veces los llenan de tareas postjornada escolar, lo cual les imposibilita tener las energías y deseos de jugar, les quita la fuente de placer más importante que puede tener un niño. Tampoco se trabaja en ellos el desarrollo de normas sociales y morales, el fomentar el respeto al otro y la solidaridad entre los mismos compañeros de curso incluso, promoviendo la competencia y el egoísmo a través de valorarlos sólo por el rendimiento académico.
Es importante mostrar cómo en nuestra práctica clínica han aumentado los casos de depresión infantil (en Chile, según la Encuesta Nacional de Salud 2011, el 25.7% de las mujeres mayores de 15 años y el 8.5% de los hombres, presentaron sintomatología depresiva, y el 2012, Vicente y cols., publicaron un estudio epidemiológico de prevalencia de trastornos mentales en niños y adolescentes chilenos, encontrando que la prevalencia total de trastornos afectivos –depresión mayor y distimia–, alcanzaba a un 6.1% de la población nacional entre los 4 y 18 años de edad) y de intentos de suicidio en mayores de 10 años (en el grupo de adolescentes de 10 a 14 años de ambos sexos, el suicidio ha aumentado en forma sostenida entre el 2000 al 2005, desde 1 por 100.000 –14 casos– a 2,6 por 100.000 –25 hombres y 14 mujeres–). No quiero decir con esto que la extensa jornada escolar y su enfoque exclusivamente académico sea una causa directa del aumento, pero sí considero que la escuela se ha convertido en una fuente más de estrés y no en una instancia de desarrollo personal como debería serlo, junto al aporte que realiza cada familia en dicho proceso.
En resumen, si queremos una reforma educacional real, que no sólo apunte a resolver la forma en que se financia sino a realizar cambios profundos que apunten a cambiar la forma en que estamos preparando a nuestros niños para el futuro, debe considerarse prioritariamente cambios en la malla curricular que apunten también a mejorar la calidad de vida de ellos, donde el juego, la exploración, el desarrollo moral, las normas de convivencia y el fomento de la capacidad de pensar, la creatividad y la capacidad de reflexión sean el eje de futuros adultos que sean un aporte a nuestra sociedad y no se sientan alienados ni inadaptados en un mundo que cada vez les es más ajeno.
En relación a la reforma educacional mucho se ha escuchado decir respecto de organismos técnicos de educación, políticos e incluso economistas, pero poco se ha escuchado a los que trabajamos día a día con la salud mental de los niños y sus familias. Se ha hablado mucho respecto a aumentar la cobertura preescolar, de aumentar la jornada escolar y de posibilitar que el sesgo de acceso a la educación no sea la capacidad de pago de los padres. Desgraciadamente hemos escuchado poco de cambios en la malla educativa que se imparte en los colegios, donde la prioridad es el rendimiento académico (considerándose como la capacidad de acumular la mayor cantidad de información) medido a través de pruebas como el Simce, que sólo evalúa adquisición de contenidos. Poco se ha hablado de fomentar la capacidad de reflexión en nuestros niños, de fomentar el desarrollo de habilidades blandas como la capacidad de trabajar en equipo, de comunicación y de otras habilidades sociales. Tampoco se ha dado espacio al juego, habilidad fundamental e innata de nuestros niños, que les permite adquirir habilidades que como adultos necesitarán, de mantener viva la creatividad y de explorar el mundo de una manera intuitiva y adaptada a cada nivel de desarrollo. Se ha dado poco espacio al juego como una herramienta fundamental en el aprendizaje de nuestros niños y creo que es una de las razones de por qué nuestro sistema educativo es anacrónico e inadaptado a la realidad de los niños de hoy.
Con el sistema actual, nuestros niños no tienen tiempo para jugar, considerando que la jornada escolar completa se ha utilizado para aumentar la jornada de estudio y que muchas veces los llenan de tareas postjornada escolar, lo cual les imposibilita tener las energías y deseos de jugar, les quita la fuente de placer más importante que puede tener un niño. Tampoco se trabaja en ellos el desarrollo de normas sociales y morales, el fomentar el respeto al otro y la solidaridad entre los mismos compañeros de curso incluso, promoviendo la competencia y el egoísmo a través de valorarlos sólo por el rendimiento académico.
Es importante mostrar cómo en nuestra práctica clínica han aumentado los casos de depresión infantil (en Chile, según la Encuesta Nacional de Salud 2011, el 25.7% de las mujeres mayores de 15 años y el 8.5% de los hombres, presentaron sintomatología depresiva, y el 2012, Vicente y cols., publicaron un estudio epidemiológico de prevalencia de trastornos mentales en niños y adolescentes chilenos, encontrando que la prevalencia total de trastornos afectivos –depresión mayor y distimia–, alcanzaba a un 6.1% de la población nacional entre los 4 y 18 años de edad) y de intentos de suicidio en mayores de 10 años (en el grupo de adolescentes de 10 a 14 años de ambos sexos, el suicidio ha aumentado en forma sostenida entre el 2000 al 2005, desde 1 por 100.000 –14 casos– a 2,6 por 100.000 –25 hombres y 14 mujeres–). No quiero decir con esto que la extensa jornada escolar y su enfoque exclusivamente académico sea una causa directa del aumento, pero sí considero que la escuela se ha convertido en una fuente más de estrés y no en una instancia de desarrollo personal como debería serlo, junto al aporte que realiza cada familia en dicho proceso.
En resumen, si queremos una reforma educacional real, que no sólo apunte a resolver la forma en que se financia sino a realizar cambios profundos que apunten a cambiar la forma en que estamos preparando a nuestros niños para el futuro, debe considerarse prioritariamente cambios en la malla curricular que apunten también a mejorar la calidad de vida de ellos, donde el juego, la exploración, el desarrollo moral, las normas de convivencia y el fomento de la capacidad de pensar, la creatividad y la capacidad de reflexión sean el eje de futuros adultos que sean un aporte a nuestra sociedad y no se sientan alienados ni inadaptados en un mundo que cada vez les es más ajeno.
Dra. Carolina Aguilar Arias
Psiquiatra Infantojuvenil
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