Una de las funciones de la filosofía consiste en cuestionar “lo natural”, poner en duda aquello que habitualmente se da por hecho, que se asume como “lo dado”. Este tipo de planteamientos suele resultar estrafalario y extravagante, pero nos ayudan a reconsiderar las cosas, a cuestionarnos el status quo y a repensar motivos que lo justifiquen o que nos lleven a modificarlo. No faltan ejemplos históricos en los que este cuestionamiento ha sido incluso un factor de progreso social. Así que a modo de tentativa y experimento mental, voy a sugerir hoy una medida que bien podría estar dentro del tan discutido pacto educativo. Uno de los temas que se ha discutido es el de ampliar la obligatoriedad de la enseñanza. Parece que uno de los logros de la L.O.G.S.E. fue ampliar la presencia obligatoria de los alumnos en los centros educativos hasta los 16 años. Y el ministerio lanzó el globo sonda mediático, tratando de averiguar cómo recibiría la sociedad la obligatoriedad de la enseñanza hasta los 18. En un ataque de osadía, voy a atreverme a darle la vuelta a la pregunta: ¿Por qué ha de ser obligatoria la enseñanza? Puede que resulte escandaloso, pero se me ocurren varios argumentos para defender la obligatoriedad de que el estado garantice el derecho a la enseñanza, haciéndolo compatible con la libertad individual de estar o no escolarizado. El de la enseñanza es un “derecho humano” peculiar. Si no me equivoco es, de todos los que aparecen en la declaración, el único que se impone. El resto de derechos están ahí, pero es el individuo el que escoge ejercerlos o no. ¿Por qué el estado ha de obligar a las familias a escolarizar a sus hijos? Parece que la obligación del estado debería ser, más bien, ofrecer un sistema educativo de calidad en el que la igualdad de oportunidades esté garantizado. Sin embargo, parece más que discutible que la escolaridad se imponga incluso contra la voluntad de las familias en la infancia y, lo que es más grave, incluso contra la voluntad de los alumnos cuando estos tienen ya una edad más que respetable: son mayores de edad para unas cosas, pero menores para otras. La tutela del estado llega a ser una carga para aquellos que se limitan a estar, sin intención alguna de estudiar. ¿Alguien se imagina qué ocurriría si el derecho a la sanidad fuera obligatorio, si nos impusieran tal o cual medicina, tratamiento o análisis médico? En tal caso, diríamos que el estado está tocando nuestras vidas, nuestros cuerpos. Foucault ya nos previno de esta “microfísica del poder” y quizás sus planteamientos fueran extrapolables a un análisis de la enseñanza que en diversos periodos históricos ha podido servir a fines económicos o políticos. La autonomía del paciente es uno de los principios rectores de la bioética. En la enseñanza, la autonomía del alumno es inexistente: debe ocupar un puesto en un aula, quiera o no quiera. Algo funciona mal en una sociedad cuando la educación y la cultura se imponen por ley, y no es apreciada y valorada positivamente por los ciudadanos. No es fácil justificar por qué el estado tiene que obligar a las familias a escolarizar a sus hijos: antes bien debería ser la propia familia la interesada. Deberíamos revisar nuestra concepción de la cultura y la educación si en un amplio grupo poblacional es más una imposición que una elección libre, responsable y madura. Que el estado asuma su papel, y oferte un sistema educativo de calidad y sensible a las diferencias sociales. Pero que también los ciudadanos estén a la altura y entiendan la enseñanza como algo que eligen, no que se les impone. ¿Es esto mucho pedir?
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